miércoles, 8 de mayo de 2013

El poder curativo de la palabra

Recomendable y positiva entrada que suscribo y comparto del blog “Un lugar para ti”

Sin mencionarlo en otro sentido, en la entrada anterior "El Don de la palabra" me refiero a las dificultades de aprender a interpretar y las limitaciones de perspectiva de miras y condicionantes propios y del entorno. 

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El ser humano es, en esencia, un animal verbal. Eso quiere decir que la acción de comunicarse la lleva inscrita en su ADN. Quizás sea por ello, por tratarse de algo tan ancestral y a la vez tan cotidiano, que muchas veces no somos del todo conscientes del poder que puede llegar a ejercer la palabra respecto a terceros y a uno mismo. Es posible que el simple hecho de tener esta herramienta tan a mano y de utilizarla casi de manera automática haya ejercido sobre nosotros una falsa sensación de inocuidad, tanto en su vertiente negativa como en la positiva, en relación a todo aquello que verbalizamos. Nada más lejos de la realidad. 

“La palabra puede ser fuente de curación y crecimiento”, explica a LaVanguardia.com la psicóloga Mercè Conangla, una de las creadoras del concepto de ecología emocional y cofundadora de la Fundació Àmbit. Se ha constatado, relata, que las personas a las que se les administra calmantes y, a pesar de ello, siguen sufriendo – “el dolor se puede aliviar con analgésicos pero el sufrimiento psicológico no”- normalizan sus constantes fisiológicas cuando “alguien que se encuentra cerca de ellas les acompaña con esa palabra tierna. Es muy curativo”. En la técnica de la PNL (Programación Neuro-Lingüística) la palabra también tiene un peso fundamental. El lenguaje, como explica Pablo Mora, psicólogo y responsable del centro Coaching Barcelona, supone en este método uno de sus tres pilares fundamentales. “En lugar de interpretar, suponer, o ponernos en el lugar del otro, gracias al lenguaje es posible averiguar cuál es exactamente la experiencia subjetiva de la persona”. 

Mediante el uso de la palabra, es posible recopilar información útil para, posteriormente, iniciar el proceso de cambio, “ya sea transmitiendo confianza, motivación, induciendo nuevos estados, modificando creencias, instalando nuevos aprendizajes que mejoren su experiencia subjetiva…”. A través del lenguaje también es factible “reaprender a hacer las cosas de otra manera, obteniendo resultados distintos”, afirma Mora. “Se trata de transmitir a las personas que su situación es reversible”. Así ocurrió, por ejemplo, con uno de sus pacientes. Se presentó en su consulta con un diagnóstico más que dudoso de posible dislexia, elaborado por dos profesionales distintos, y con el uso de la palabra –“y de la hipótesis de que el joven no sufría ninguna patología”- se halló la solución. “Le hice notar, conversando con él, que no tenía ningún problema, sino que se trataba de aprender, en este caso, a leer de otra manera”. 

Sin duda, en todos los casos la credibilidad del emisor es parte fundamental de la ecuación para que el discurso pueda llegar a tener el efecto deseado. En este sentido, cómo no, el contenido del mensaje, pero también el tono utilizado (las pausas, la comunicación no verbal, etc.), se antojan indispensables para que la fuerza de la palabra alcance su máxima expresión. 

Válido para uno mismo 

El poder del lenguaje también tiene su incidencia en el diálogo interior que mantiene todo ser humano consigo mismo. Un discurso mental, éste, que en muchos casos hay que combatir por su tendencia a la negatividad (quizás por la propia naturaleza de la mente humana, que “tiene un lado muy neurótico y difícil”, como explicaba en su día Ramiro Calle). También la experiencia vital puede jugar un papel fundamental en este sentido, y es que “a partir de las palabras que hemos recibido, elaboramos nuestras creencias”, recuerda Conangla. “Y éstas son como el software de nuestro disco duro a partir del cual generamos también emociones”. 

En ambos casos, se da la paradoja de que el problema y la posible solución tienen idéntica base, la palabra, pero usada de forma antagónica. “Así como nos podemos herir, también nos podemos decir palabras que curan”, recuerda Conangla. 

Parece obvio, sin embargo, que es más fácil destruir que construir, lo que significa que cuesta mucho menos caer en las trampas que te presenta a menudo la mente que urdir un discurso positivo. “Pero para sentirse bien hay que esforzarse”, explica Jaume Grau, profesor de yoga, con más de 20 años de experiencia, y director de la escuela que lleva su nombre. 

“Nuestro discurso mental nos condiciona. Hay muchos libros que te dicen ‘tu vida es la suma de tus pensamientos’, ‘es lo que te dices a ti mismo’, pero lo que no te dicen es cómo has de pensar o qué tipo de lenguaje has de utilizar”, lamenta Pablo Mora. 

El sonido, beneficioso 

Ya no la palabra, sino un simple sonido o vibración, que vendría a ser la versión más primitiva del lenguaje, puede reportar beneficio al ser humano. Los mantras que se recitan en la práctica del yoga serían un claro ejemplo. “El sonido es algo muy primitivo en la raza humana”, apunta Jaume Grau. “Es algo que nos vincula mucho con lo más profundo de nosotros mismos. Escuchas los pájaros, el agua, la lluvia, los árboles y te producen un efecto. Por eso quizás también buscamos el contacto con la naturaleza, con los orígenes, porque también es una necesidad en parte”, agrega. 

La casa de la palabra 

Muchas veces, para que la palabra pueda tener el efecto deseado, hay que fomentar un contexto adecuado. Los gritos, la soberbia, la petulancia… todo son obstáculos que pueden hacer acto de presencia en innumerables ocasiones minando la posibilidad de que la comunicación fluya. Esto lo tienen muy claro en Mali. 

Según explica Mercè Conangla, en muchos pueblos de este país africano existe una construcción, “hecha con adobe y recubierta con paja y troncos”, a la que se le denomina la casa de la palabra. Es un lugar para dirimir, pacíficamente, posibles disputas. Para empezar, estas casas acostumbran a medir un metro sesenta centímetros de altura. Eso quiere decir que muchas personas que acceden lo primero que tienen que hacer es agacharse (eso les recuerda que si quieren entenderse con los demás deberán ser humildes). 

Una vez dentro, ambos contendientes se sientan uno enfrente del otro con un tronco como silla. Cuando, preso de la furia que genera la misma discusión, uno de ellos se levanta de golpe para abalanzarse sobre el contrario se da de cabeza con el techo. Eso le recuerda que con la agresividad no se arregla nada y solo se consigue sufrimiento. 

Seguro que con este antiguo, pero no menos efectivo, sistema será mucho más fácil alcanzar un acuerdo satisfactorio. Y todo ello gracias a que se han dado todos los condicionantes para que la palabra pueda fluir sin impedimentos. 

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